Hay un rótulo de
Marx que bien puede definir uno de los males de nuestro tiempo: halbwissende literati, literato que sabe
las cosas a medias (ver “Marx poeta”, de Ismael Carvallo, en El Catoblepas, edición de julio de 2013).
Es decir, aquel intelectual que aprovecha el aura de superioridad que suele
asociarse con las humanidades para opinar acerca de todo con una autoridad no del
todo comprobada. Y, entre ellos, los escritores ocupan un lugar preponderante.
Entre nosotros
suele atribuirse una apatía generalizada de la gente hacia el arte y la
lectura: “Los mexicanos leen muy poco”, se dice y se atribuye esa carencia a la
falta de una política educativa apropiada que sepa estimular en las personas el
hábito de frecuentar autores y obras.
Quienes eso
defienden con frecuencia no se caracterizan por reflexionar acerca de la
validez del contenido de las obras literarias que les interesa popularizar
entre la gente, de la misma forma que no reparan en el recelo que, dada la
abundancia de literatos que saben las cosas a medias, la gente bien puede
oponer a la literatura. ¿Por qué se espera que haya un respeto acrítico para
quien pontifica en nombre de lo supuestamente más elevado? “¿Por qué no
acusarse a sí mismos por no crear una literatura buena y viva para el pueblo y
para la realidad en que viven?”, escribió José Luis Martínez en 1955.
Todo ello, no se
olvide, en un país con necesidades de tal naturaleza que la retórica del
gobierno federal ha pasado de combatir la pobreza a emprender una cruzada contra
el hambre. Falta comida pero sobran intelectuales.
Por si todo lo
anterior fuera poco, hay un hartazgo de la política que no sabe encontrar otro
desahogo que no sea el anarquismo. Así, los confusos movimientos sociales de los últimos años (15-M, #YoSoy132, neozapatismo, Movimiento por la Paz con
Justicia y Dignidad) con frecuencia señalan el abstencionismo como una opción y
la asamblea como la máxima expresión de la “democracia representativa”. El Estado nacional es una entelequia y las reivindicaciones son indigenistas o,
como en el caso de España, propias del nacionalismo fraccionario.
Ahora piense el
lector en el cine de ciencia ficción contemporáneo, por ejemplo la serie
inspirada en las novelas de Suzanne Collins adaptadas al cine. En estas páginas
ya hemos comentado en su momento la primera parte de lo que pretende ser una
trilogía, Los juegos del hambre (The Hunger Games, 2012, EUA), de Gary
Ross y este año se estrena la secuela, Los
juegos del hambre: En llamas (The
Hunger Games: Catching Fire, EUA, 2013), de Francis Lawrence.
Quienes hayan
visto esta cinta recordarán su propuesta: un gobierno totalitario del futuro
que organiza un espectáculo de cacería humana como telerrealidad, una forma más
de someter a un pueblo hambriento. En la película está presente esa idea de una
“sociedad civil”, opuesta al gobierno, que busca emanciparse de sus opresores.
De esa forma, en
la ciencia ficción cobra beligerancia el mismo problema que nos ocupa. Pocas manifestaciones
de la literatura se han ocupado con semejante insistencia de esos asuntos, de
ahí nuestro interés por vincular la idea de la revolución que vendrá gracias a
la pujanza de los intelectuales y escritores con la ciencia ficción como
fantasía frente a la potencia de un gobierno opresor.
Así, la ciencia
ficción es una constructora excelente de ese tipo de mitos. Es decir, ¿es el
director Gary Ross la persona más apropiada para plantear la revolución futura
de las masas? ¿Ofrece su película una representación válida de los problemas
que su historia plantea? ¿Está obligado a ello? La cinta ha encontrado un eco
tremendo, desde que se trata de una serie hollywoodense.
Vamos a ver que
en la ciencia ficción existen, al menos, dos alternativas al tratar los
problemas de la política: el primero, el anarquismo, que ve en el Estado un
simple medio de represión de un pueblo subyugado aunque capaz de rebelarse. En
cambio, otras historias hablan de un líder político y reivindican el poder del
Estado. La diferencia estriba entre luchar por “cambiar el mundo sin tomar el
poder” frente a la lucha por el poder político. Bakunin frente a Marx. (Continuará)
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