viernes, 19 de abril de 2013

Indignación y réplica sangrienta



Quienes asuman el activismo como un juego se equivocan. Y mucho. Teoría de las catástrofes (2012), la novela del escritor mexicano Tryno Maldonado (Zacatecas, 1977), aparece en el momento más oportuno, justo cuando quienes se oponen a la reforma educativa instaurada por el nuevo régimen protestan en los estados de Guerrero y Oaxaca.
De hecho, la novela de Maldonado es la representación del movimiento llevado a cabo en 2006 por la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO), que culminó con la violenta toma de la ciudad por fuerzas federales.
El autor cuenta lo que ocurre a lo largo de los meses en una ciudad en pugna, hasta donde llegan activistas de otras partes de la República. Hay sendos romances, en los cuales está involucrado el protagonista, Anselmo y su relación con dos mujeres: la terapista Mariana y Julia, anarcofeminista (como ella misma se describe), quien introduce al joven en el cerrado mundo de los profesores inconformes y sus aliados. Sin embargo, además de ese triángulo y otra de las tramas secundarias (que involucra a un niño prodigio y su familia), Teoría de las catástrofes es la historia de la crisis del altermundismo. 
Se ha dicho que Maldonado no oculta su simpatía por los profesores del SNTE y el movimiento. Pero si bien la joven y bella Julia es dibujada como un ser tan ingenuo como puro en sus intenciones, al mismo tiempo hay personajes dentro de la novela que no ocultan su desprecio por la APPO: la culpan de ahuyentar a los turistas y de arruinar la pujanza de la ciudad, sin ley durante meses. Maldonado tampoco se ahorra el retrato detallado de los activistas más radicales y sus destrozos, así como su justicia popular (léase linchamientos).
Sin embargo, es en la brutalidad de sus páginas finales, cuando cualquier forma de lucha es aplastada por los paramilitares al servicio del gobierno, donde se encuentra el principal hallazgo de Teoría de las catástrofes: la discrepancia entre la belleza, la juventud y el compromiso de Julia, por ejemplo, y la respuesta desmedida (aunque calculada) de las fuerzas policiales, que en el relato adoptan los métodos más violentos para cortar de cuajo cualquier militancia.  Es la tortura de los ingenuos. O la demolición de los sueños, opinarán otros.
No decimos, desde luego, que Teoría de las catástrofes sea una apología de la indiferencia, de la dejadez. Compárese esta novela con el mejor José Revueltas, por citar un caso ejemplar de compromiso político y, no se olvide, de formación. Revueltas protestó en las calles (lo cual le costó la cárcel) pero al mismo tiempo dejó constancia de un pensamiento político que quedó cristalizado en su obra. Filosofía y militancia.
En cambio, léanse las reivindicaciones anarquistas de los jóvenes de Teoría de las catástrofes, compruébese su fetichismo, su neorromanticismo, su afán por homenajear ciertos símbolos que ya son marcas, su retórica anticapitalista. Pocos retratos del activismo del siglo XXI han resultado tan patéticos y tan parecidos al 15M español, al #YoSoy132 y lo que se acumule.  ¿Qué diría de estos últimos Revueltas?
En una escena, la animalista Julia se apiada de un pequeño gato abandonado, sin escuchar lo que Anselmo le recrimina: la incapacidad de la joven para cuidar de una mascota. En ese momento, frente al delirio animalista de Julia, el protagonista entiende el absurdo de las ideologías que sus amigos defienden.
Teoría de las catástrofes es una novela formalmente tradicional (convencional, si se quiere). Sin embargo, plantea las contradicciones de la política y muestra sin disimulo el lado más endeble de las protestas que otros se han encargado de encumbrar como el culmen de “la izquierda”. Como se supone tendría que hacerlo la buena literatura.

La risa puede con los mitos



José Luis Zárate (Puebla, 1966) es un escritor mexicano que se ha dedicado desde hace décadas a la escritura de relatos fantásticos y de ciencia ficción, una labor que para algunos resulta penosa en México, por los prejuicios que acompañan a ese tipo de historias. Todo ello frente al “realismo” de los escritores del canon y la brutalidad de la vida cotidiana.
Ante esa polémica afirmación, la que asegura que la fantasía más radical habita el cuarto de servicio de la literatura nacional, habría que ser prudentes, sobre todo cuando vemos la forma en que personas de todas las edades consumen masivamente historias de ese tipo, ya sea por medio del cine, las series de televisión, la historieta y a veces la narrativa.
En todo caso lo que se antoja necesario es clasificar: poner en su justa dimensión las novelas de Harry Potter, por ejemplo, porque este no puede ecualizarse sin más con Tolkien, Úrsula K. Le Guin o Angélica Gorodischer. Mucho menos con Borges. Y con eso no despreciamos a JK Rowling, sino que defendemos su lectura clara y distinta.
La máscara del héroe, editado en España por Grupo Ajec en 2009, reúne tres de las novelas cortas de Zárate, gran oportunidad para quien desee conocer una buena muestra del trabajo de este autor.
La primera de ellas es «Del cielo profundo y del abismo», mención especial del Premio de Ciencia Ficción 2000 de la Universidad Politécnica de Cataluña, editada con el resto de los ganadores ese mismo año. Estamos ante una novela acerca del mito de Superman, al que nunca se menciona explícitamente (por cuestiones de derechos, suponemos) pero cuya naturaleza resulta obvia.
Superman es el superhéroe por excelencia, idealizado como pocos, suerte de dios extraterrestre que Zárate somete al análisis de todas sus contradicciones, para concluir que en muchos sentidos este héroe es un peligro para la gente, como queda claro en varias escenas.
Blanco de una conspiración, Superman dedica su tiempo a resolver casos como un detective de poca monta, gracias a la habitual mezcla de las sagas de superhéroes con la novela negra.
De ahí que no sea casual la aparición de Batman, que también es desmontado por Zárate. Si Superman es un ingenuo que hace el mal cuando pretende ayudar, Batman es un arrogante que combate criminales para saciar un ego desmedido. Alfred, el mayordomo, es aquí un crítico implacable de su jefe, así como del malogrado padre de este: Thomas Wayne es asesinado a la salida de un teatro por su vanidad de hombre poderoso y adinerado, que pasea por una calle oscura por mera suficiencia; ¿qué le costaba a su esposa Martha ceder tranquilamente sus joyas? Sin embargo, al final a Zárate no lo conduce el simple afán de ridiculizar a los héroes pop del mainstream, sino que se ocupa de redimirlos, como se verá.
«La ruta del hielo y la sal» apareció originalmente en 1998 y es señalada como la obra maestra de Zárate. Cuenta lo que ocurrió a bordo de cierto barco, que aparece en uno de los pasajes de una novela célebre como pocas. No hay mayor misterio y una simple búsqueda por Google le descubrirá al lector los detalles, si así lo desea. Pero bien puede comenzar su lectura sin esa información (la novela puede descargarse gratuitamente del sitio de la editorial).
Decir que «Xanto. Novelucha libre» (1994), que cierra el volumen, es una novela atípica, resulta un eufemismo. Estamos ante el texto más arriesgado de La máscara del héroe. Cuesta creer que, luego de la exquisitez de «La ruta del hielo y la sal» y sus descripciones de la pasión homoerótica, estemos ante un relato del mismo autor. Sin complejo alguno, Zárate salta de lo fantástico a lo cómico, en una historia que ha sido leída, con fortuna, como una parodia de Lovecraft y sus criaturas. 
Zárate contribuye a engrandecer todavía más uno de los mitos nacionales, el Santo, con una novela de prosa atropellada (a veces demasiado, hay que decirlo), plagada de brillantes ocurrencias y que va en busca de la tremenda carcajada. Un lujo: el pasaje en que el gran héroe del cómic mexicano aconseja al Xanto, sin que de nuevo se explique claramente ante quién estamos.

Trampas del paraíso hostil



Arrecife (Anagrama, 2012), la más reciente novela del mexicano Juan Villoro, es resultado de ideas que este autor viene proponiendo al menos desde la publicación de su ensayo “La frontera de los ilegales” (1995), en el cual criticaba la idea de un México bárbaro propicio para satisfacer las ansias de exotismo de los extranjeros.
Años más tarde, en 2001, con la publicación de su ensayo “Iguanas y dinosaurios. América Latina como utopía del atraso”, incluido en su libro Efectos personales, el autor fue todavía más allá, al “vaticinar”, con su habitual invocación de las formas de lo cómico, que en el futuro los turistas europeos vendrían a México ya no para relajarse en un paraíso de sol y playa, sino para ser partícipes de las miserias tercermundistas del país, en una “Disneylandia del rezago latino” ideal para conocer dictadores, guerrilleros y traficantes.
Después de mostrar la corrupción del PRI, partido político enquistado por décadas en el poder, en anteriores novelas como El disparo de argón (1991) y Materia dispuesta (1997), el autor hizo su entrada definitiva al mercado editorial español con El testigo (2004), que ya trataba con la violencia crónica que ahora se radicaliza en Arrecife.
El protagonista de Arrecife, Tony Góngora, es un músico que trabaja en un centro vacacional del Caribe mexicano, La Pirámide, donde para divertirse los turistas acceden a ser secuestrados (como parte de un montaje), o bien pueden participar en deportes extremos que son elaboradas formas de suicidarse.
Hay arañas gigantescas entre la comida de los complacidos visitantes, puestas ahí a propósito para cumplir con una apariencia de salvajismo. Además, hay visitas a las inmediaciones del lugar, donde los turistas contemplan ruinas y abrigan la ilusión de encontrarse con guerrilleros. Todo lo anterior en un hotel decadente que emula una pirámide maya y está sitiado por el crimen organizado, ese si, para nada afecto a los juegos.
En ese contexto, donde el turismo se ha vuelto una actividad para pasar malos ratos y satisfacer las ansias de exotismo de los extranjeros, el narco hace su aparición como la autoridad verdadera, capaz de someter a todos y de operar con toda tranquilidad, con la tolerancia y la complicidad de la gente. 
Se ha insistido en la supuesta filiación posmoderna de Villoro, con lo cual habría que poner su literatura al servicio de la deconstrucción de lo que se ha dado en llamar “los grandes relatos”. Hay un conjunto de mitos que le han dado sentido a nuestro mundo, nos dicen, hasta la irrupción de la posmodernidad y, con ella, del relativismo. Nosotros entendemos que esa forma de entender a Villoro es errónea. 
Los criminales que controlan la vida de Kukulcán, el enclave turístico venido a menos donde tienen lugar las acciones de la novela, han dejado tras de si un rastro de huérfanos y mujeres maltratadas. Una desolación que resulta tentador tachar de posmoderna. Al personaje protagónico, sin embargo, solo le quedará hacer frente a la descomposición de su entorno al mismo tiempo que se encarga de subrayar una ironía tras otra. Sin embargo, la posibilidad de una familia (o su remedo) se vuelve el último bastión de la racionalidad. Un elogio de la familia, o de la necesidad de esta, no puede ser posmoderno.

La evidencia del mito

Han pasado varias décadas desde que Octavio Paz publicara El laberinto de la soledad (1950), acaso su obra más influyente. En ella, el poeta recogía las ideas de sus predecesores, como el Samuel Ramos de El perfil del hombre y la cultura en México (1934). Todos los males del acomplejado hombre mexicano provenían de su insuperable soledad, tal era su diagnóstico del ser mexicano, provisto de una identidad cultural traumatizada por la Conquista.
Villoro va a enfrentarse con ese diagnóstico de un México de intimidad indígena y pátina solemne, para cuestionar por medio del humor la idea tan rentable de un país folclórico y enamorado de la muerte, que tanto atrae a los europeos que visitan la playa contaminada de Arrecife, en busca del México bárbaro que los mismos mexicanos se encargan de fomentar con tanto entusiasmo.
Juan Villoro ha puesto en evidencia, una vez más, el oscurantismo que envuelve al mexicano, lo quiera este o no. Estamos ante la historia contradictoria de un ser mitológico, vestido de rosa mexicano, condenado a vivir en un paraíso hostil lleno de trampas que, como hemos dicho, en ocasiones él mismo se encarga de instalar.