Hay una escena de Dune
(1965), la novela del norteamericano Frank
Herbert, en la cual Paul Atreides, el protagonista, escucha una lección en
boca de una líder política: “Graba esto en tu memoria: un mundo se sostiene por
cuatro cosas… ―alzó cuatro nudosos dedos―… la erudición de los sabios, la
justicia del grande, las plegarias de los justos y el coraje del valeroso. Pero
todo esto no es nada… ―cerró sus dedos en un puño―… sin un gobernante que
conozca el arte de gobernar. ¡Haz de esto
tu ciencia!”.
Semejantes palabras sonarán vacías a quienes, desde el
anarquismo, reivindiquen la sociedad civil y vean en la política solo el
ejercicio de la corrupción. En cambio, novelas como la de Herbert asumen la
complejidad del presente y con ello no desprecian la política sino que la
abrazan.
Estamos ante otro de los discursos de la ciencia
ficción (cf), en esa dialéctica Bakunin contra Marx de la que hablábamos la
semana pasada. Un conflicto que se desarrolla en un contexto que se caracteriza
por avances tecnológicos que, por medio de la retórica (o los efectos
especiales), se presentan como científicos, todo ello sin perjuicio de que en
ocasiones el escritor de science fiction
bien puede ser un iniciado, como ocurre con Asimov.
De tal forma,
para nosotros la ciencia ficción será el relato que tiene lugar en un contexto
altamente tecnificado pleno de avances (pseudo) científicos, cuya trama ilustra
las fricciones entre al menos dos fuerzas contrarias, como el realismo político
y la psicología de un individuo anarquizante, muchas veces a través de la
secularización de referentes religiosos (la creencia en extraterrestres no
delata otra cosa que un interés por lo divino).
A veces, cuando
estemos ante una ficción apocalíptica y de esa mundo de vanguardia y progreso
no quede casi nada salvo sus restos (como en Soy leyenda, de Richard Matheson), vamos a descubrir que la causa
del desastre ha sido la misma tecnología, bajo la forma de una hecatombe nuclear
o cualquier otro armamento de gran alcance.
Con frecuencia, envuelto en su maniqueísmo, el gran
público tenderá simplemente a simplificar en un binomio de héroes contra villanos
la historia del libro o la película, como ocurre de forma ejemplar en Star Wars, por ejemplo y, fuera de los
terrenos de la ciencia ficción, entre los seguidores de los productos de la
fantasía heroica de Juego
de tronos. Sin embargo, estamos ante un típico caso de realismo político
enfrentado a sus opositores, aunque bien puede ser que George Lucas no advierta
las implicaciones políticas de su obra.
En cambio, Herbert no opone a la sociedad civil frente
a los peligrosos villanos de su novela, como el barón Vladimir Harkonnen, sino a
un preparado grupo militar que comanda precisamente el mesiánico líder Paul
Atreides. Frente a un poder vertical no se opone la asamblea popular, sino otro
poder que también emana de un caudillo, quien no duda en emplear la fuerza
cuando es necesario para lograr sus objetivos.
De tal forma, el mal no es una cuestión meramente psicológica
(por más que los Harkonnen de Herbert sean además unos degenerados que recurren
indiscriminadamente a la violencia más brutal), sino un proyecto político concreto
que, desde luego, tiene un opositor.
Vamos a ver que los autores de ciencia ficción suelen
reivindicar un todo homogéneo, la Humanidad, sin detenerse a definir con
precisión sus límites sino más bien a disolverlos. Y cuando se proponen
construir un enemigo de ese Género Humano henchido de misticismo lo que hacen
es recurrir al político, que desde luego suele ser un dictador, como el
emperador Palpatine de Star Wars. Ya
no se reivindica la política y con ello el Estado, sino la ciudadanización. ¿Pero
qué puede hacer esa teoría con una novela como Dune, donde el mismo héroe es un caudillo, por si fuera poco un
elegido?
Los relatos del prodigio futuro no hacen sino
representar los problemas políticos del presente, bajo la forma de las
fantasías del progreso que permiten el viaje en el tiempo aunque no pueden
prescindir de las grandes pasiones de siempre: el traidor, el héroe
y la paz de la guerra.
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