jueves, 22 de agosto de 2013

Realismo político y ciencia ficción (II parte y última)

Hay una escena de Dune (1965), la novela del norteamericano Frank Herbert, en la cual Paul Atreides, el protagonista, escucha una lección en boca de una líder política: “Graba esto en tu memoria: un mundo se sostiene por cuatro cosas… ―alzó cuatro nudosos dedos―… la erudición de los sabios, la justicia del grande, las plegarias de los justos y el coraje del valeroso. Pero todo esto no es nada… ―cerró sus dedos en un puño―… sin un gobernante que conozca el arte de gobernar. ¡Haz de esto tu ciencia!”.
Semejantes palabras sonarán vacías a quienes, desde el anarquismo, reivindiquen la sociedad civil y vean en la política solo el ejercicio de la corrupción. En cambio, novelas como la de Herbert asumen la complejidad del presente y con ello no desprecian la política sino que la abrazan. 
Estamos ante otro de los discursos de la ciencia ficción (cf), en esa dialéctica Bakunin contra Marx de la que hablábamos la semana pasada. Un conflicto que se desarrolla en un contexto que se caracteriza por avances tecnológicos que, por medio de la retórica (o los efectos especiales), se presentan como científicos, todo ello sin perjuicio de que en ocasiones el escritor de science fiction bien puede ser un iniciado, como ocurre con Asimov.
De tal forma, para nosotros la ciencia ficción será el relato que tiene lugar en un contexto altamente tecnificado pleno de avances (pseudo) científicos, cuya trama ilustra las fricciones entre al menos dos fuerzas contrarias, como el realismo político y la psicología de un individuo anarquizante, muchas veces a través de la secularización de referentes religiosos (la creencia en extraterrestres no delata otra cosa que un interés por lo divino).
A veces, cuando estemos ante una ficción apocalíptica y de esa mundo de vanguardia y progreso no quede casi nada salvo sus restos (como en Soy leyenda, de Richard Matheson), vamos a descubrir que la causa del desastre ha sido la misma tecnología, bajo la forma de una hecatombe nuclear o cualquier otro armamento de gran alcance. 
Con frecuencia, envuelto en su maniqueísmo, el gran público tenderá simplemente a simplificar en un binomio de héroes contra villanos la historia del libro o la película, como ocurre de forma ejemplar en Star Wars, por ejemplo y, fuera de los terrenos de la ciencia ficción, entre los seguidores de los productos de la fantasía heroica  de Juego de tronos. Sin embargo, estamos ante un típico caso de realismo político enfrentado a sus opositores, aunque bien puede ser que George Lucas no advierta las implicaciones políticas de su obra.
En cambio, Herbert no opone a la sociedad civil frente a los peligrosos villanos de su novela, como el barón Vladimir Harkonnen, sino a un preparado grupo militar que comanda precisamente el mesiánico líder Paul Atreides. Frente a un poder vertical no se opone la asamblea popular, sino otro poder que también emana de un caudillo, quien no duda en emplear la fuerza cuando es necesario para lograr sus objetivos.
De tal forma, el mal no es una cuestión meramente psicológica (por más que los Harkonnen de Herbert sean además unos degenerados que recurren indiscriminadamente a la violencia más brutal), sino un proyecto político concreto que, desde luego, tiene un opositor.
Vamos a ver que los autores de ciencia ficción suelen reivindicar un todo homogéneo, la Humanidad, sin detenerse a definir con precisión sus límites sino más bien a disolverlos. Y cuando se proponen construir un enemigo de ese Género Humano henchido de misticismo lo que hacen es recurrir al político, que desde luego suele ser un dictador, como el emperador Palpatine de Star Wars. Ya no se reivindica la política y con ello el Estado, sino la ciudadanización. ¿Pero qué puede hacer esa teoría con una novela como Dune, donde el mismo héroe es un caudillo, por si fuera poco un elegido?
Los relatos del prodigio futuro no hacen sino representar los problemas políticos del presente, bajo la forma de las fantasías del progreso que permiten el viaje en el tiempo aunque no pueden prescindir de las grandes pasiones de siempre: el traidor, el héroe y la paz de la guerra.




Intelectuales y ciencia ficción (I de dos partes)

Hay un rótulo de Marx que bien puede definir uno de los males de nuestro tiempo: halbwissende literati, literato que sabe las cosas a medias (ver “Marx poeta”, de Ismael Carvallo, en El Catoblepas, edición de julio de 2013). Es decir, aquel intelectual que aprovecha el aura de superioridad que suele asociarse con las humanidades para opinar acerca de todo con una autoridad no del todo comprobada. Y, entre ellos, los escritores ocupan un lugar preponderante.
Entre nosotros suele atribuirse una apatía generalizada de la gente hacia el arte y la lectura: “Los mexicanos leen muy poco”, se dice y se atribuye esa carencia a la falta de una política educativa apropiada que sepa estimular en las personas el hábito de frecuentar autores y obras.
Quienes eso defienden con frecuencia no se caracterizan por reflexionar acerca de la validez del contenido de las obras literarias que les interesa popularizar entre la gente, de la misma forma que no reparan en el recelo que, dada la abundancia de literatos que saben las cosas a medias, la gente bien puede oponer a la literatura. ¿Por qué se espera que haya un respeto acrítico para quien pontifica en nombre de lo supuestamente más elevado? “¿Por qué no acusarse a sí mismos por no crear una literatura buena y viva para el pueblo y para la realidad en que viven?”, escribió José Luis Martínez en 1955.
Todo ello, no se olvide, en un país con necesidades de tal naturaleza que la retórica del gobierno federal ha pasado de combatir la pobreza a emprender una cruzada contra el hambre. Falta comida pero sobran intelectuales.
Por si todo lo anterior fuera poco, hay un hartazgo de la política que no sabe encontrar otro desahogo que no sea el anarquismo. Así, los confusos movimientos sociales de los últimos años (15-M, #YoSoy132, neozapatismo, Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad) con frecuencia señalan el abstencionismo como una opción y la asamblea como la máxima expresión de la “democracia representativa”. El Estado nacional es una entelequia y las reivindicaciones son indigenistas o, como en el caso de España, propias del nacionalismo fraccionario.
Ahora piense el lector en el cine de ciencia ficción contemporáneo, por ejemplo la serie inspirada en las novelas de Suzanne Collins adaptadas al cine. En estas páginas ya hemos comentado en su momento la primera parte de lo que pretende ser una trilogía, Los juegos del hambre (The Hunger Games, 2012, EUA), de Gary Ross y este año se estrena la secuela, Los juegos del hambre: En llamas (The Hunger Games: Catching Fire, EUA, 2013), de Francis Lawrence.
Quienes hayan visto esta cinta recordarán su propuesta: un gobierno totalitario del futuro que organiza un espectáculo de cacería humana como telerrealidad, una forma más de someter a un pueblo hambriento. En la película está presente esa idea de una “sociedad civil”, opuesta al gobierno, que busca emanciparse de sus opresores.
De esa forma, en la ciencia ficción cobra beligerancia el mismo problema que nos ocupa. Pocas manifestaciones de la literatura se han ocupado con semejante insistencia de esos asuntos, de ahí nuestro interés por vincular la idea de la revolución que vendrá gracias a la pujanza de los intelectuales y escritores con la ciencia ficción como fantasía frente a la potencia de un gobierno opresor.
Así, la ciencia ficción es una constructora excelente de ese tipo de mitos. Es decir, ¿es el director Gary Ross la persona más apropiada para plantear la revolución futura de las masas? ¿Ofrece su película una representación válida de los problemas que su historia plantea? ¿Está obligado a ello? La cinta ha encontrado un eco tremendo, desde que se trata de una serie hollywoodense.
Vamos a ver que en la ciencia ficción existen, al menos, dos alternativas al tratar los problemas de la política: el primero, el anarquismo, que ve en el Estado un simple medio de represión de un pueblo subyugado aunque capaz de rebelarse. En cambio, otras historias hablan de un líder político y reivindican el poder del Estado. La diferencia estriba entre luchar por “cambiar el mundo sin tomar el poder” frente a la lucha por el poder político. Bakunin frente a Marx. (Continuará)