Arrecife (Anagrama, 2012), la más
reciente novela del mexicano Juan Villoro, es resultado de ideas que este autor
viene proponiendo al menos desde la publicación de su ensayo “La frontera de
los ilegales” (1995), en el cual criticaba la idea de un México bárbaro propicio
para satisfacer las ansias de exotismo de los extranjeros.
Años más tarde, en 2001, con la publicación de su
ensayo “Iguanas y dinosaurios. América Latina como utopía del atraso”, incluido
en su libro Efectos personales, el
autor fue todavía más allá, al “vaticinar”, con su habitual invocación de las formas de lo cómico, que en el futuro los turistas europeos vendrían a México
ya no para relajarse en un paraíso de sol y playa, sino para ser partícipes de
las miserias tercermundistas del país, en una “Disneylandia del rezago latino” ideal
para conocer dictadores, guerrilleros y traficantes.
Después de mostrar la corrupción del PRI, partido
político enquistado por décadas en el poder, en anteriores novelas como El disparo de argón (1991) y Materia dispuesta (1997), el autor hizo
su entrada definitiva al mercado editorial español con El testigo (2004), que ya trataba con la violencia crónica que ahora
se radicaliza en Arrecife.
El protagonista de Arrecife,
Tony Góngora, es un músico que trabaja en un centro vacacional del Caribe
mexicano, La Pirámide, donde para divertirse los turistas acceden a ser
secuestrados (como parte de un montaje), o bien pueden participar en deportes
extremos que son elaboradas formas de suicidarse.
Hay arañas gigantescas entre la comida de los complacidos
visitantes, puestas ahí a propósito para cumplir con una apariencia de
salvajismo. Además, hay visitas a las inmediaciones del lugar, donde los turistas
contemplan ruinas y abrigan la ilusión de encontrarse con guerrilleros. Todo lo
anterior en un hotel decadente que emula una pirámide maya y está sitiado por
el crimen organizado, ese si, para nada afecto a los juegos.
En ese contexto, donde el turismo se ha vuelto una actividad para pasar malos ratos y satisfacer las ansias de exotismo de los extranjeros, el narco hace su
aparición como la autoridad verdadera, capaz de someter a todos y de operar con
toda tranquilidad, con la tolerancia y la complicidad de la gente.
Se ha insistido en la supuesta filiación posmoderna de
Villoro, con lo cual habría que poner su literatura al servicio de la
deconstrucción de lo que se ha dado en llamar “los grandes relatos”. Hay un
conjunto de mitos que le han dado sentido a nuestro mundo, nos dicen, hasta la
irrupción de la posmodernidad y, con ella, del relativismo. Nosotros entendemos
que esa forma de entender a Villoro es errónea.
Los criminales que controlan la vida de Kukulcán, el
enclave turístico venido a menos donde tienen lugar las acciones de la novela,
han dejado tras de si un rastro de huérfanos y mujeres maltratadas. Una
desolación que resulta tentador tachar de posmoderna. Al personaje protagónico,
sin embargo, solo le quedará hacer frente a la descomposición de su entorno al
mismo tiempo que se encarga de subrayar una ironía tras otra. Sin embargo, la
posibilidad de una familia (o su remedo) se vuelve el último bastión de la
racionalidad. Un elogio de la familia, o de la necesidad de esta, no puede ser
posmoderno.
La evidencia del mito
Han pasado varias décadas desde que Octavio Paz
publicara El laberinto de la soledad
(1950), acaso su obra más influyente. En ella, el poeta recogía las ideas de
sus predecesores, como el Samuel Ramos de El
perfil del hombre y la cultura en México (1934). Todos los males del
acomplejado hombre mexicano provenían de su insuperable soledad, tal era su
diagnóstico del ser mexicano, provisto de una identidad cultural traumatizada
por la Conquista.
Villoro va a enfrentarse con ese diagnóstico de un
México de intimidad indígena y pátina solemne, para cuestionar por medio del
humor la idea tan rentable de un país folclórico y enamorado de la muerte, que
tanto atrae a los europeos que visitan la playa contaminada de Arrecife, en busca del México bárbaro
que los mismos mexicanos se encargan de fomentar con tanto entusiasmo.
Juan Villoro ha puesto en evidencia, una vez más, el
oscurantismo que envuelve al mexicano, lo quiera este o no. Estamos ante la
historia contradictoria de un ser mitológico, vestido de rosa mexicano, condenado
a vivir en un paraíso hostil lleno de trampas que, como hemos dicho, en
ocasiones él mismo se encarga de instalar.
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