El sudafricano Nobel de la Paz Desmond Tutu pidió la libertad del dirigente vasco Arnaldo Otegi, que está encarcelado desde el 16 de octubre de 2009, y a quien definió como líder del proceso de paz.
Que así quede registrado.
Hay una escena de Dune
(1965), la novela del norteamericano Frank
Herbert, en la cual Paul Atreides, el protagonista, escucha una lección en
boca de una líder política: “Graba esto en tu memoria: un mundo se sostiene por
cuatro cosas… ―alzó cuatro nudosos dedos―… la erudición de los sabios, la
justicia del grande, las plegarias de los justos y el coraje del valeroso. Pero
todo esto no es nada… ―cerró sus dedos en un puño―… sin un gobernante que
conozca el arte de gobernar. ¡Haz de esto
tu ciencia!”.
Semejantes palabras sonarán vacías a quienes, desde el
anarquismo, reivindiquen la sociedad civil y vean en la política solo el
ejercicio de la corrupción. En cambio, novelas como la de Herbert asumen la
complejidad del presente y con ello no desprecian la política sino que la
abrazan.
Estamos ante otro de los discursos de la ciencia
ficción (cf), en esa dialéctica Bakunin contra Marx de la que hablábamos la
semana pasada. Un conflicto que se desarrolla en un contexto que se caracteriza
por avances tecnológicos que, por medio de la retórica (o los efectos
especiales), se presentan como científicos, todo ello sin perjuicio de que en
ocasiones el escritor de science fiction
bien puede ser un iniciado, como ocurre con Asimov.
De tal forma,
para nosotros la ciencia ficción será el relato que tiene lugar en un contexto
altamente tecnificado pleno de avances (pseudo) científicos, cuya trama ilustra
las fricciones entre al menos dos fuerzas contrarias, como el realismo político
y la psicología de un individuo anarquizante, muchas veces a través de la
secularización de referentes religiosos (la creencia en extraterrestres no
delata otra cosa que un interés por lo divino).
A veces, cuando
estemos ante una ficción apocalíptica y de esa mundo de vanguardia y progreso
no quede casi nada salvo sus restos (como en Soy leyenda, de Richard Matheson), vamos a descubrir que la causa
del desastre ha sido la misma tecnología, bajo la forma de una hecatombe nuclear
o cualquier otro armamento de gran alcance.
Con frecuencia, envuelto en su maniqueísmo, el gran
público tenderá simplemente a simplificar en un binomio de héroes contra villanos
la historia del libro o la película, como ocurre de forma ejemplar en Star Wars, por ejemplo y, fuera de los
terrenos de la ciencia ficción, entre los seguidores de los productos de la
fantasía heroicade Juego
de tronos. Sin embargo, estamos ante un típico caso de realismo político
enfrentado a sus opositores, aunque bien puede ser que George Lucas no advierta
las implicaciones políticas de su obra.
En cambio, Herbert no opone a la sociedad civil frente
a los peligrosos villanos de su novela, como el barón Vladimir Harkonnen, sino a
un preparado grupo militar que comanda precisamente el mesiánico líder Paul
Atreides. Frente a un poder vertical no se opone la asamblea popular, sino otro
poder que también emana de un caudillo, quien no duda en emplear la fuerza
cuando es necesario para lograr sus objetivos.
De tal forma, el mal no es una cuestión meramente psicológica
(por más que los Harkonnen de Herbert sean además unos degenerados que recurren
indiscriminadamente a la violencia más brutal), sino un proyecto político concreto
que, desde luego, tiene un opositor.
Vamos a ver que los autores de ciencia ficción suelen
reivindicar un todo homogéneo, la Humanidad, sin detenerse a definir con
precisión sus límites sino más bien a disolverlos. Y cuando se proponen
construir un enemigo de ese Género Humano henchido de misticismo lo que hacen
es recurrir al político, que desde luego suele ser un dictador, como el
emperador Palpatine de Star Wars. Ya
no se reivindica la política y con ello el Estado, sino la ciudadanización. ¿Pero
qué puede hacer esa teoría con una novela como Dune, donde el mismo héroe es un caudillo, por si fuera poco un
elegido?
Los relatos del prodigio futuro no hacen sino
representar los problemas políticos del presente, bajo la forma de las
fantasías del progreso que permiten el viaje en el tiempo aunque no pueden
prescindir de las grandes pasiones de siempre: el traidor, el héroe
y la paz de la guerra.
Hay un rótulo de
Marx que bien puede definir uno de los males de nuestro tiempo: halbwissende literati, literato que sabe
las cosas a medias (ver “Marx poeta”, de Ismael Carvallo, en El Catoblepas, edición de julio de 2013).
Es decir, aquel intelectual que aprovecha el aura de superioridad que suele
asociarse con las humanidades para opinar acerca de todo con una autoridad no del
todo comprobada. Y, entre ellos, los escritores ocupan un lugar preponderante.
Entre nosotros
suele atribuirse una apatía generalizada de la gente hacia el arte y la
lectura: “Los mexicanos leen muy poco”, se dice y se atribuye esa carencia a la
falta de una política educativa apropiada que sepa estimular en las personas el
hábito de frecuentar autores y obras.
Quienes eso
defienden con frecuencia no se caracterizan por reflexionar acerca de la
validez del contenido de las obras literarias que les interesa popularizar
entre la gente, de la misma forma que no reparan en el recelo que, dada la
abundancia de literatos que saben las cosas a medias, la gente bien puede
oponer a la literatura. ¿Por qué se espera que haya un respeto acrítico para
quien pontifica en nombre de lo supuestamente más elevado? “¿Por qué no
acusarse a sí mismos por no crear una literatura buena y viva para el pueblo y
para la realidad en que viven?”, escribió José Luis Martínez en 1955.
Todo ello, no se
olvide, en un país con necesidades de tal naturaleza que la retórica del
gobierno federal ha pasado de combatir la pobreza a emprender una cruzada contra
el hambre. Falta comida pero sobran intelectuales.
Por si todo lo
anterior fuera poco, hay un hartazgo de la política que no sabe encontrar otro
desahogo que no sea el anarquismo. Así, los confusos movimientos sociales de los últimos años (15-M, #YoSoy132, neozapatismo, Movimiento por la Paz con
Justicia y Dignidad) con frecuencia señalan el abstencionismo como una opción y
la asamblea como la máxima expresión de la “democracia representativa”. El Estado nacional es una entelequia y las reivindicaciones son indigenistas o,
como en el caso de España, propias del nacionalismo fraccionario.
Ahora piense el
lector en el cine de ciencia ficción contemporáneo, por ejemplo la serie
inspirada en las novelas de Suzanne Collins adaptadas al cine. En estas páginas
ya hemos comentado en su momento la primera parte de lo que pretende ser una
trilogía, Los juegos del hambre (The Hunger Games, 2012, EUA), de Gary
Ross y este año se estrena la secuela, Los
juegos del hambre: En llamas (The
Hunger Games: Catching Fire, EUA, 2013), de Francis Lawrence.
Quienes hayan
visto esta cinta recordarán su propuesta: un gobierno totalitario del futuro
que organiza un espectáculo de cacería humana como telerrealidad, una forma más
de someter a un pueblo hambriento. En la película está presente esa idea de una
“sociedad civil”, opuesta al gobierno, que busca emanciparse de sus opresores.
De esa forma, en
la ciencia ficción cobra beligerancia el mismo problema que nos ocupa. Pocas manifestaciones
de la literatura se han ocupado con semejante insistencia de esos asuntos, de
ahí nuestro interés por vincular la idea de la revolución que vendrá gracias a
la pujanza de los intelectuales y escritores con la ciencia ficción como
fantasía frente a la potencia de un gobierno opresor.
Así, la ciencia
ficción es una constructora excelente de ese tipo de mitos. Es decir, ¿es el
director Gary Ross la persona más apropiada para plantear la revolución futura
de las masas? ¿Ofrece su película una representación válida de los problemas
que su historia plantea? ¿Está obligado a ello? La cinta ha encontrado un eco
tremendo, desde que se trata de una serie hollywoodense.
Vamos a ver que
en la ciencia ficción existen, al menos, dos alternativas al tratar los
problemas de la política: el primero, el anarquismo, que ve en el Estado un
simple medio de represión de un pueblo subyugado aunque capaz de rebelarse. En
cambio, otras historias hablan de un líder político y reivindican el poder del
Estado. La diferencia estriba entre luchar por “cambiar el mundo sin tomar el
poder” frente a la lucha por el poder político. Bakunin frente a Marx. (Continuará)
Loba es la historia de Soledad,
una princesa que tiene que enfrentar la amenaza de un dragón así como otros
desafíos, acaso más avasallantes, como el amor erótico. ¿Alguien concibe una
épica en la cual se reniegue de la reivindicación de la guerra? La mexicana Verónica
Murguía (1960) ha escrito una novela, Loba
(2013), que se desmarca radicalmente de ella, por medio de un alegato armonista
que no solo pretende instaurarse entre los humanos sino que busca conciliar
varias especies. ¿Tiene parangón, en la fantasía heroica, el intento de
Murguía?
Es cierto que en los grandes autores del género, como Tolkien, Le Guin y Lewis, el héroe no es un bruto que siempre mate por matar.
Se pelea para sobrevivir y en el contexto de distintos grupos que se hacen la
guerra. Los lectores de La Comunidad del Anillo
tal vez recuerden un pasaje (“La sombra del pasado”, también presente en la
versión cinematográfica de Peter Jackson), en el cual Frodo lamenta que su tío
Bilbo no haya matado a Gollum cuando tuvo oportunidad de hacerlo. Gandalf lo
reprende y le dice lo siguiente:
“Muchos
de los que viven merecen morir y algunos de los que mueren merecen la vida.
¿Puedes devolver la vida? Entonces no te apresures a dispensar la muerte, pues
ni el más sabio conoce el fin de todos los caminos”.
Es conocido el pasado de Tolkien como
combatiente en la Gran Guerra, una experiencia que habría marcado sus libros. Sin
embargo, Gandalf de pacifista tiene muy poco porque en El Señor de los Anillos se reconoce la validez de la guerra para,
simplemente, preservar la vida y el territorio.
También podemos recordar la cólera de
Aquiles, que se contrasta con la templanza de Héctor. Es decir, la censura a la
violencia desmedida hace mucho que ha estado presente, en mayor o menor medida.
(Como se ve, estoy hablando de épica y de fantasía heroica, no de otro tipo de
textos o de movimientos sociales explícitamente pacifistas.)
Sin embargo, Loba intenta ir más allá de sus modelos: su protagonista, la
princesa Soledad, del reino de Moriana, aspira a renunciar por entero a la guerra, de ahí que Murguía construya un relato en
el cual la violencia con frecuencia se ejerce como recurso último, para de
inmediato tratar de solventar sus consecuencias. Son abundantes los pasajes en
los cuales esto ocurre, pero semejante ideología se vuelve una constante desde
que Soledad participa en una batalla en la cual es incapaz (no por cobardía,
sino por una revelación) de matar a su atacante.
Soledad evoluciona hasta convertirse en
un personaje atípico en la fantasía heroica, un tipo de relato que suele
resolverse luego de una batalla (muy sangrienta) entre al menos dos bandos
irreconciliables. Quien busque eso en Loba
tal vez sufrirá una decepción, a pesar de que por lo demás esta respeta ciertas
convenciones, como la ambientación de la trama en una Edad Media alternativa.
Alberto Chimal ha dicho (“Resistir a la violencia”, Replicante, edición de
junio, 2013) que esa negación de la violencia hace de Loba una propuesta por completo novedosa. Y al menos en la porción
de la fantasía heroica que he citado aquí eso parece ser cierto porque, como
preguntábamos al principio: ¿es concebible la épica sin reivindicar la guerra? Loba dice que sí.
Así, al renunciar de esa manera a la guerra,
en lugar de destacar que se trata de una forma de la política, Loba abraza la utopía. Habría que ver si
con ello contribuye a iluminar las complejas tensiones en torno de la guerra como problema, desde que en la novela se ponen en juego semejantes ideas y debates.
Loba aparece cuando la
serie Juego de tronos y las novelas
de George RR Martin gozan de gran difusión. Y Martin representa la otra cara de
la moneda: hay pasajes de su obra inspirados en Maquiavelo. Me parece que en la
relación dialéctica entre la política de Martin y el armonismo de Murguía está
la clave del papel de la fantasía en nuestra sociedad.
Sin perjuicio de lo anterior, al final Loba desborda las categorías de lo
fantástico y la fantasía heroica, porque la evolución de Soledad la
convierte en devota de la religión verdadera, cuando abraza el culto a los
animales (como los hombres del Paleolítico, según nos explica Gustavo Bueno en El animal divino).
Loba es la historia
de una conversión: una mujer que aborrece lo sobrenatural se enamora de un mago
marcado por la tragedia, para después establecer una relación con un numen del
bosque para salvar su reino. Un sacrificio que no tiene por qué ser comprendido
por el feminismo indefinido y por anticlericales, desde que convierte la novela
en una suerte de hagiografía donde abunda la culpa y en las páginas finales
espera la redención. Y la gloria, claro está.
Loba, Verónica Murguía, España/ México, SM, 2013, 512 pp.
[Publicado originalmente en el periódico mexicano Primera Plana, edición del 26 de julio de 2013]
Ha muerto el escritor norteamericano Richard Matheson (1926-2013), guionista de cine y televisión y, sobre todo, autor de la novela Soy leyenda (1954), protagonizada por el solitario Robert Neville,
el único sobreviviente de una pandemia que ha transformado a los hombres en
vampiros.
Matheson fue un innovador: Soy leyenda se aleja de la literatura fantástica decimonónica para
construir una historia en la cual todo obedece a una explicación científica. Por
ejemplo, el miedo que los vampiros tienen de los crucifijos y del ajo es
susceptible de un origen psicológico, de ahí que el chupasangre judío no sea
temeroso de las cruces. En otro momento, Matheson también explica por qué los
monstruos pueden ser aniquilados con estacas de madera, con lo cual el autor
aprovecha viejas supersticiones para proveerlas de otro significado, lejos de
su oscurantismo original.
Sin embargo, el principal aporte del relato de
Matheson es la forma en que da“la
vuelta del revés” al mito de la Humanidad en las últimas páginas de su novela,
una experiencia que no queremos escamotear al lector con más detalles de la
trama. Baste insistir en que Neville es el último integrante de la especie humana
tal y como la conocemos. Recuérdese que en la ciencia ficción y en numerosos
ámbitos del conocimiento, así como en las conversaciones cotidianas, suele
hablarse de la “Humanidad” como un todo homogéneo, como unidad.
Nosotros, en cambio, vamos a considerar aquí esa “Humanidad” como un mito, desde que estamos organizados en naciones políticas
que conviven y compiten entre sí (a veces de forma violenta, como se sabe,
aunque con frecuencia se olvide). Por lo tanto, ese ser humano en estado puro
no existe.
En cambio, la ciencia ficción se ha encargado de darle
especial beligerancia al “Género Humano” tan llevado y traído. ¿Cómo? Por medio
de la introducción de otras especies, como los extraterrestres, capaces ―ahora
sí― de contraponerse frente a la Humanidad, que en este caso podríamos considerar
como un todo opuesto de lo alienígena.
Así, después de retratar con especial patetismo la
soledad y la tragedia de Neville, con un héroe enfrentado a las hordas
vampíricas, Matheson concluye su relato con una de las ideas más ingeniosas que
han cobrado forma en el género.
Lo que no es una novedad es la forma, por completo
distinta, en que la novela ha sido llevada al cine, hace apenas unos años. Ahí,
Neville es un héroe de acción convencional, como en el caso de la versión
protagonizada por Will Smith, Soy leyenda
(2007), de Francis Lawrence. Todo ello sin perjuicio de su validez como
espectáculo, eso sí, muy distante de la novela. El cine y la literatura, ya se
sabe, no siempre tienen intereses convergentes: no tienen por qué tenerlos.
En El último
hombre… vivo (The Omega Man,
1971), de Boris Sagal, se aprovecha la personalidad del actor Charlton Heston
para que este encarne con su habitual templanza a un antihéroe, lejos de la
nobleza y la nostalgia del rol de Will Smith.
Acaso la adaptación menos alejada del original hay que
buscarla más atrás, en el pasado, en El
último hombre sobre la tierra (The
Last Man On Earth, Italia| EUA, 1964), de Ubaldo Ragona, que no se atreve a
llegar tan lejos como el libro que ahora nos ocupa. Pero, ya lo hemos dicho, el
cine y la literatura caminan por senderos diferentes.
La novela de Matheson, además, es el germen de una
epidemia de amplio recorrido. En 1968, George A. Romero iniciaría la andadura
de una de las creaciones más importantes de la llamada cultura popular, con su
película La noche de los muertos
vivientes, cuyas criaturas, los zombis, están inspiradas en los vampiros de
Soy leyenda.
La herencia de Matheson se antoja así, mucho más
profunda que las numerosas tumbas que sus hijos han abandonado. Y que él ahora
finalmente visita. [Publicado originalmente en el semanario Primera Plana, edición del 28 de junio de 2013]